martes, 23 de febrero de 2010

CARAVAGGIO




Michelangelo, llamado el Caravaggio, por el pueblo donde se casaron sus padres, acababa de entregar un delicado encargo a un poderoso personaje de la Curia, que se había mostrado muy satisfecho con el resultado. Tan ufano quedó el cliente con la obra que en la faltriquera del arisco pintor tintineaban alegres un buen puñado de monedas de oro. Y con el oro la sed no tardaba en venirle.


Con la garganta seca, detuvo el paso en la primera taberna al que el azar lo condujo y pidió una jarra del mejor vino. Sin aguar. Dentro, un par de parroquianos de dudoso aspecto parloteaban animadamente sin prestar atención ni a los que entraban ni a los que salían, confundidos entre la penumbra de la húmeda estancia.

Acodado en una esquina, trasegaba vaso tras vaso, percibiendo la inmediatez con que sus ojos enrojecían y adquirían un brillo notable. El vino le otorgaba una percepción especial invistiéndole de una sublime sensibilidad, capaz de erizarle los vellos de los brazos y del rudo pecho ante el detalle más insignificante.

Más que sentir, presentía y ese poder le hacía portador de un don que ni siquiera el mismísimo Papa de Roma, con todo su poder terrenal, del celestial se guardaba sus dudas , podían comprar. Pero el vino también le agriaba el carácter transformándole en un ser pendenciero y provocador, amigo de duelos y peleas, que a las primeras de cambio podía estallar en un arranque de ira y cólera desaforada que suscitaba un primigenio sentido de pánico a los que en ese momento se hallasen a su lado.

Demasiado veloz con el insulto soez y en echar mano de la espada, se veía involucrado con frecuencia en demasiados conflictos que en nada le beneficiaban. Las mismas manos que creaban una belleza sin igual, repartían mandobles y porrazos en la misma jornada sin que aparentemente extrañase a nadie.

Ahora dudaba si pedir la segunda jarra del aquel áspero vino del color de las cerezas. Jugando con la moneda en la mano se resistía a ello sabedor de lo que vendría después. De la indecisión le sacó el rostro de una bella adolescente de rubios cabellos y piel sonrosada que pasó fugaz por delante de la ventana de aquel tugurio infame. En un segundo supo que tendría que pintarla, desnuda o vestida. Ya no le importaba otra cosa. A corta distancia se puso a seguirla, esperando la mejor ocasión para abordarla.





Del libro de relatos “ Cuentos sin fin “ de Casiano López-

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