lunes, 26 de abril de 2010

EL RESUCITADO


José Tomás no es ningún fantasma. Su cuerpo cosido a remiendos da prueba de ello con rotundidad en la caligrafía sangrienta con que las astas de los toros han escrito en el junco de su espigado cuerpo las verdades exactas del toreo. Pero sin serlo, otros que le precedieron en el oficio lo habitan sin ni siquiera proyectar una sombra. Vive en él Manolete, la figura, al que imita y quiere parecérsele tarde tras tarde cuando se pega las cuchillas astifinas de los morlacos a centímetros escasos del sexo o de las piernas indefensas. También algo de Paquirri le persigue o igual que el joven espectro, demacrado y demudado del Yiyo, prematuramente muerto le acompaña en cada paso, silencioso y fiel.


Con esos dos distinguidos fantasmas, dos , apretujados en su delgadez, sale Tomás cada tarde a ensangrentar el amarillo albero, parándose donde no se para nadie, haciendo saltar las manecillas de los relojes, congelando el tiempo, que ya no avanza ni hacia delante ni hacia atrás. Como un sortilegio inexplicable parecido a esa cuadrilla de muertos con los que hace el paseíllo que ya no pueden morir otra vez, pero que lo empujan una y otra vez frente a los astados, en el sitio reservado a los muy valientes, con un buen par, o a los muy suicidas e inconscientes, que no se lo piensan dos veces.

A José Tomás lo rescataron, exánime, de los brazos de la Parca, ayer , en el coso de Aguascalientes, cuando ya casi había cruzado el umbral y Manolete le acariciaba los mechones mojados de su pelo, absorto en la blancura de mármol que su piel iba tomando. Lo dejaron partir de regreso a la vida por un milagro de esos que no tienen nombre. Lo devolvieron acá, precisamente en el país donde la muerte es una fiesta diaria, alegre o pesarosa , México.

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