domingo, 20 de diciembre de 2009

DEL VACÍO Y LA NADA


Hay en los ojos del padre de Marta una sustancia indefinible. Un residuo de fatal melancolía que los atraviesa de par en par junto a un velo turbio de tristeza milenaria. Un desconsuelo y un vacío más turbador que cualquier imagen violenta que tuviéramos la desdicha de contemplar.


La pena con la que habita Antonio se ha convertido en su hermana, en la sombra que le persigue allá donde va. Tal como si le hubieran colocado una venda de lágrimas y esquirlas invisibles que fluye y hiere sin manar por su mirada. Fluye hacia adentro, por los meandros que desembocan en el gran río del corazón sangrante, buscando el mar de la tranquilidad que no llega.

Lo único que dejan translucir esos ojos velados que traspasan el alma del que lo mira es que carga un peso descomunal sobre sus cansados hombros. Un fardo demasiado pesado para llevarlo solo, que lo doblega, pero no le hunde.

Porque Antonio saca fuerzas de donde no las hay y su fortaleza increíble no muestra fisura alguna que permita pensar que se desmorona. Cuando desfallece, es su hija Marta la que lo levanta por los brazos exangües una y otra vez, porque solo ella puede ser la que está detrás de su padre, día y noche.

Es su presencia cálida la que habita todavía su casa, acompañando a su familia a la que nunca abandonará, por más que no aparezca su desvalido cuerpo que un fatal 24 de enero de hace 11 meses, desapareció tragado por la tierra por el pacto tácito de sus jóvenes asesinos. Se perdió entre las sombras y las tinieblas adelantando precipitadamente su hora. Las mismas sombras que velan los ojos de Antonio ahora.


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