lunes, 22 de noviembre de 2010

EN TRÁNSITO


Hoy, 22 de noviembre del maltrecho año en curso amaneció despejado y con una enorme luna llena coronando un lechoso cielo azul a las 8,30 de la mañana, precisamente el día que cumplo años. Puede que sea un buen presagio o lo contrario. Haría falta un buen adivino, un arúspice de renombre para confirmar o desmentir las señales. Lo cierto es que la luna semejaba un enorme plato deslumbrante y que yo la vi, por fortuna, antes de comenzar el tránsito hacia el trabajo y una larga jornada.



Un tránsito, un pasar el tiempo- como mi vida- para llegar al aquí y al ahora de este hoy en que celebro el milagro de estar vivo. Con muchos más defectos que virtudes, con muchos más errores que aciertos , que pesan como una losa sobre mi espalda y en la doblez inaccesible de mi alma a oscuras, perseverante en el firme propósito de no infligir daño alguno a mis afectos, ni a mis enemigos, si los hay, que los habrá, he llegado a coronar este gozoso aniversario- de bonita cifra par- en el cual mi madre me alumbró a la vida y al caudal poderoso de su río, que no cesa de sorprenderme ni en los peores momentos que a veces se sufren en silencio con paciente estoicismo, sin dar de lado al dolor, que como el placer, también enseña sus lecciones.


He llegado aquí, siguiendo la estela de los míos y de los que se fueron agregando por el sendero. Recuerdo también a los que se fueron quedando- tantos ya- y me acompañaron un trecho. En mi corazón los llevo, como terapia para combatir el olvido en su afrenta diaria , con el deseo de que nunca morirán porque están a buen resguardo. Ligero de equipaje, constato que cada día necesito menos y sin embargo disfruto más de las cosas sencillas. Ahora sé de veras que lo realmente importante viaja dentro y no se compra con dinero.


En un día como hoy, solo en la gran ciudad provinciana, cuando esta noche me siente a mi mesa, celebrando con un humilde ágape- una botella de un buen vino y un plato apetitoso- este cumpleaños en el que nadie me acompañará, echaré de menos la sonrisa franca de mi hijo y de los que me quieren, el calor de su mirada del color de la miel y su voz alegre, como un torrente cantándome el estribillo de marras: “ y que cumplas muchos más….”


No le será difícil a un pintor como yo recrear la escena como un holograma y traerlos aquí, a este solitario salón vacío para conjurar esta soledad forzada por las circunstancias. Así que levanto mi copa por ellos y por mí y soplo las velas con verdaderas ganas, mientras el tiempo insondable continua a lo suyo. Qué diantres, me digo:


“Felicidades por estar aquí. Como todo el mundo, eres un ser único e irrepetible. Gracias por todo lo vivido, por lo que nos espera y por poder contarlo. Todavía.”

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